miércoles, 30 de noviembre de 2011

Fernando Vallejo: el lugar de las letras


Acostumbrados a la monotonía de las ceremonias protocolarias, el discurso con que Fernando Vallejo recibió el "Premio FIL de literatura en lenguas romances" ha estallado como un chirrido en la de por sí estridente escena pública mexicana, dominada por el lenguaje de la violencia y la crueldad de "la guerra". Digamos que Vallejo se propuso romper por una vez con el atildamiento que suele imperar en actos públicos como éste. Sabía a dónde iba y entre quiénes iba a estar y, por eso, su discurso no puede ser interpretado sólo como el exabrupto de un loco o un histérico (tal como lo ha visto Luis González de Alba), sino como el gesto calculado del artista rebelde que es.

Los premios literarios, sobre todo cuando son financiados con dinero del Estado, tienden a suponer una especie de pacto entre la esfera política y los escritores. Por lo regular, hay un acuerdo tácito entre el homenajeado que asume su papel de figura decorativa y el poderoso que al pagar la fiesta y el premio se adorna de culto y letrado, además de sentirse como un mecenas. A muchos políticos les importa muy poco quién sea el premiado, ni qué ha escrito, y es probable que ni siquiera haya leído ninguna de sus obras. Los conocerán, si es que los conocen, de oídas, porque han recibido otros premios o porque sus nombres suenan en la esfera de las celebridades de prestigio. Y si los premian esperan que los escritores permanezcan en su actitud de agradecimiento, y no que se les ocurra la insensatez, ahí en público, frente a todos, de escribir, pensar, razonar o bien crear, inventar y -lo inimaginable- criticar. Menos aún en una ceremonia tan fastuosa como la de la inauguración de la feria del libro más grande de América Latina, punto de reunión de la plana mayor de la política y la cultura de habla hispana.

El discurso de Vallejo es una diatriba contra la corrupción de la política (lo que ha despertado el nacionalismo de unos cuantos que parecen decir -como Carlos Marín: "estos políticos serán corruptos, pero son nuestros"), contra el deterioro cultural de un país ahogado por la sangre del crimen, contra el fracaso colectivo de la convivencia nacional, tal vez porque él viene de una tierra en donde esta experiencia ha sido cotidiana por muchos años. Pero sólo quien se empeñe en la necedad de permanecer en la literalidad de lo que dijo podrá acusarlo de llamar al magnicidio, o de otros delitos. Se trató de un acto de protesta más allá de las palabras: una ruptura de las formas, un gesto a contracorriente de los escritores bien portados en las ceremonias de premiación. Sus criticas alcanzan otro nivel de resonancia -de ahí la fuerza de la palabra dicha en voz alta- por estar insertas en un discurso dirigido a subvertir y romper las expectativas de sus oyentes. Vallejo, más que nada, rechazó participar de ese concubinato entre el poeta y el político. Como acostumbra, donará el dinero del premio a asociaciones de protección de animales. El gesto puede ser visto sobre todo como una declaración de autonomía, como diciendo: "si piensan que con dinero comprarán mis halagos, olvídense".

Al cerrar su discurso, Vallejo incluyó un guiño a Juan Rulfo. Además de rememorar que el premio que recibió ese día llevaba antes su nombre, lo hizo para traer al presente la idea de que "los muertos hablan". Con ello, Vallejo reivindica conscientemente la faceta subversiva de las letras en un momento en que la clase política se apresta (a unos meses de la campaña electoral) a adormecer a la opinión pública con su inundación de discursos anodinos. Palabras esas sí que buscan ocultar y adornar la trágica realidad de la república de los 50, 000 asesinatos.

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