El pequeño gran negocio del nacionalismo
Por Teodoro Ornato
Como siempre, cada vez que hay un partido de la selección, el discurso nacionalista afila sus herramientas para facturar más dinero. Palabras como “pasión” o “fanatismo”, la modalidad deóntica y las parábolas didácticas (“tenemos que ganar” y los ejemplos de cómo debe ser un buen hincha) proliferan por los medios masivos.
Algunas publicidades hacen gala de un nacionalismo verdaderamente inquietante. Hay ejemplos de “promesas”, como “si ganamos voy de rodillas hasta el Ángel”. Hay dobles discursos, como la reivindicación del “fair play” que se deja de lado a la hora de justificar las acciones más violentas de los jugadores nacionales o de desprestigiar todo gesto de juego limpio del contrincante.
No es difícil entender la lógica que sostiene ese nacionalismo. Detrás, asomando su nariz, está don Dinero. La reivindicación del orgullo nacional constituye uno de los mejores ejemplos de eso que los media llaman “temas ómnibus”. Discursos que incluyen a una numerosa porción de los espectadores. ¿Quién va a oponerse, quién va a poner en tela de juicio, un enunciado que dice algo tan general como “tenemos que ganar” o “viva México, cabrones”?
Lo problemático surge luego, y de dos maneras. Por un lado, ese discurso nacionalista se muestra hueco. No se trata de un verdadero cariño por lo nacional, sino de una máscara. Los mismos locutores –llamarlos “periodistas deportivos” sería ofender al periodismo– que esgrimen las palabras como balas (de salva) de un simbólico ejército nacional son los que, al verificarse una derrota, reclaman las cabezas de los directores técnicos nacionales convocando a cualquier caro y extranjero pirata del césped (recuérdese el caso Erikson), son los que enarbolan como ejemplo el trabajo hecho por cualquier otra selección que esté resultando momentáneamente efectiva (con una mentalidad neoliberal muy poco nacional). ¿Por qué hacen eso? Porque lo que importaba ese discurso nacionalista no era la reivindicación de lo nacional sino la posibilidad de ganar dinero. Y si lo nacional no da dinero, pues entonces se prefiere a Erikson o a cualquiera que permita asegurar un ingreso.
Ninguno de esos mismos locutores reivindica, ni observa, ni analiza el trabajo. Pues jugar bien al fútbol también es trabajo. Nadie nace sabiendo jugar bien. Se necesita talacha. Una talacha que reclama tiempo y esfuerzo. Pero el tiempo y el esfuerzo, claro, atentan contra las más caras expectativas neoliberales: dinero rápido, efectividad casual, oportunismo veloz.
El segundo de los problemas, y es sorprendente que los locutores no lo hayan notado, o no tengan el valor y la honestidad de reconocerlo, es que ese mismo discurso nacionalista, que enseña el tipo de actitudes fanáticas que deben caracterizar al espectador (al cliente, en verdad) que sigue incondicional a la selección, es el hecho de que enseña al mismo tiempo el tipo de “pasión” que debe tener cualquiera para el fútbol en general. Si el fútbol, como se esfuerzan en mostrarnos, es “pasión”, ¿por qué la pasión debería limitarse a la selección? ¿Por qué no podría el mismo sujeto adoctrinado en la pasión apasionarse por su equipo en el campeonato local? Así, vemos crecer una lógica casi bélica en los enfrentamientos futbolísticos locales, lógica que los locutores que buscan temas ómnibus detestan, pues subdividen el auditorio de los media en compartimentos más difícilmente manejables. Si en los estadios, ahora, se verifican enfrentamientos violentos entre las porras, y eso dificulta la utilización del fútbol como un espectáculo “familiar”, tampoco se vale –si uno promovió el “apasionamiento” del público– mostrarse sorprendido o hacerse el desentendido. Pues, por mucho que le duela al neoliberalismo, no se puede hacer negocio con todo. Si uno quiere promover comportamientos y prácticas sociales, después tendrá que hacerse cargo de haber promovido comportamientos y prácticas sociales. El mercado, mal que le pese a las empresas, a los empresarios y a los empleados obsecuentes, no es ajeno a la ética.
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