
Cuando Javier Aguirre respondía las preguntas del conductor de un programa de la estación Cadena Ser de Madrid el pasado 15 de febrero, no podía imaginar la ola de vejaciones que iba a sufrir durante las siguientes semanas. En esencia, irritaron a los periodistas mexicanos dos cosas: por un lado, la claridad con que Aguirre justificó su deseo de dejar el puesto de entrenador nacional, luego del mundial, por el estado de violencia generado durante los últimos cuatro años por la llamada "guerra contra el narcotráfico"; por el otro, las genuinas reservas que mostró en la entrevista respecto de las posibilidades de México de acceder a los cuartos de final. El tipo sabe de lo que habla. No le falta razón cuando advierte que las expectativas de ganar el mundial son desmesuradas, aunque muchas empresas (entre ellas Televisa, la dueña de la Selección) lucren con la creación de espectativas. Y cuando dijo que la violencia del narcotráfico ya estaba ahí desde hace por lo menos dos décadas, tiene razón. Él vivía en Guadalajara hace 20 años cuando ya los cárteles de la droga, tolerados y alentados por la corrupción del Estado, asesinaban en plena calle. En aquel entonces se decía que los narcos sólo se mataban entre ellos, y que los demás no corrían peligro, salvo cuando eran confundidos con miembros de la banda rival, tal como le sucedió (según la versión oficial) al Cardenal Posadas Ocampo en 1993. Aguirre observa que la cosa no ha hecho sino empeorar. Desde el 2007 el ejército ocupa gran parte del país y la violencia se ha agudizado.
La sinceridad de Aguirre sentó muy mal en una opinión pública dominada por la obsesión de ocultar las apariencias, por disimular el desastre. De ahí lo agrio de las respuestas que casi unánimemente le dirigieron varios periodistas al entrenador nacional. Algunos lo tacharon de hipócrita, malinchista, apátrida, doble cara, y hasta de idiota. Otros lo trataron de entender, e incluso lo defendieron.El malestar es sólo explicable por el hecho de que Aguirre no es sólo el entrenador del equipo nacional, sino una especie de ministro de turismo oficioso, encargado incluso de promover la imagen de México en el extranjero. Por ello el poder lo obligó a arrodillarse y pedir disculpas. El "affaire" Aguirre está lejos de concluir. Seguro que cuando venga la primera derrota en el Mundial no faltará quien atice de nuevo la hoguera en la que lo quisieron quemar vivo por cuestionar dos de las mentiras en las que se sostiene el régimen mexicano.
La sinceridad de Aguirre sentó muy mal en una opinión pública dominada por la obsesión de ocultar las apariencias, por disimular el desastre. De ahí lo agrio de las respuestas que casi unánimemente le dirigieron varios periodistas al entrenador nacional. Algunos lo tacharon de hipócrita, malinchista, apátrida, doble cara, y hasta de idiota. Otros lo trataron de entender, e incluso lo defendieron.El malestar es sólo explicable por el hecho de que Aguirre no es sólo el entrenador del equipo nacional, sino una especie de ministro de turismo oficioso, encargado incluso de promover la imagen de México en el extranjero. Por ello el poder lo obligó a arrodillarse y pedir disculpas. El "affaire" Aguirre está lejos de concluir. Seguro que cuando venga la primera derrota en el Mundial no faltará quien atice de nuevo la hoguera en la que lo quisieron quemar vivo por cuestionar dos de las mentiras en las que se sostiene el régimen mexicano.
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